Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

La Clínica Médica

Alcides A. Greca

La rama de la medicina que en la Argentina denominamos Clínica Médica (llamándose así también nuestra asignatura), es equiparable a lo que en el resto del mundo se llama Medicina Interna. Este nombre se origina en escritos alemanes del siglo XIX que acuñaron tal concepto para referirse a la medicina basada en el método científico y en el razonamiento fisiopatológico contraponiéndose al empirismo y al pensamiento mágico imperantes hasta entonces (Bean WB: Origin of the term “Internal Medicine”. N. Engl. J. Med. 1982; 306: 182.)

Durante la primera mitad del siglo XX se entendió con claridad la existencia de un médico capaz de encarar con una visión integradora la problemática de pacientes adultos dando prioridad al enfermo por sobre la enfermedad. Luego de la Segunda Guerra Mundial, gran cantidad de esfuerzos y recursos económicos fueron invertidos en investigación y educación médica. Así, fueron produciéndose enormes avances en los conocimientos científicos y hubo una tendencia marcada a abarcar parcelas cada vez más pequeñas dando lugar a la especialización médica. (Beeson P: One hundred years of american Internal Medicine: a view from the inside. Ann. Int. Med. 1986; 105: 634)

Algunos llegaron a decretar la muerte irremisible del internista: “La actual situación se ha producido porque los conocimientos médicos han crecido hasta tal punto que ya no es, y nunca más será capaz un solo individuo de abarcar más que una pequeña fracción de los mismos. Negar esto no es solamente ignorar los hechos, es negar la esencia del mecanismo que ha hecho posible nuestro reciente progreso. La especialización es un fenómeno natural. Es comparable en cuanto a los quehaceres humanos a la diferenciación de la función en biología.” (Himsworth H: The integration of Medicine. Br. Med. J. 1955; 2: 217).

Esta postura extrema fue resistida por aquellos internistas que siguieron creyendo en la utilidad del ejercicio integrado de la medicina. Surgieron así definiciones de Medicina Interna como: “La Medicina Interna es la rama primera, principal y vertebradora de la medicina que se ocupa de la exploración semiológica de todos los órganos, aparatos y sistemas del organismo, de la interpretación fisiopatológica actualizada, del diagnóstico diferencial, del pronóstico y de la terapéutica teniendo como objetivo la persona enferma por encima de la enfermedad en sí” (Marongiu F: Rev. AMA 1983; 96: 153) 

Este tipo de definición, aun cuando a primera vista parece ampliamente abarcadora, es hoy susceptible de una revisión crítica, ya que no toma en cuenta la prevención en salud, componenente esencial de la especialidad y de la medicina toda, verdadero punto de partida del proceso salud – enfermedad – atención.

Pertenezco a una generación de internistas (en adelante hablaremos de clínico y de internista como sinónimos) que eligieron este camino atraídos por la idea de abarcar al ser humano enfermo en su integridad, alejándose de la práctica más cómoda y más reconocida de ocuparse solamente de enfermedades, aparatos o sistemas circunscriptos o aspectos parciales de los mismos. Lo hicimos también, y en buena medida, por la influencia de la figura de maestros a los que vimos como modelo de identificación.

Han transcurrido más de veinte años, en los que tuvimos que enfrentar una serie de cambios sociológicos y culturales, a saber:

1. Subdivisión y desmembramiento de la Medicina Interna, en aras de una especialización y subespecialización incesantes;

2. Explosión tecnológica, antes inimaginada, que hizo crecer en el espíritu de muchos la sensación más o menos clara de que la máquina podría sustituir a la tarea médica total o parcialmente;

3. Modelos de atención médica novedosos (cuidado gerenciado de la salud) que introdujeron los conceptos del mercado considerando al médico y al paciente como dos engranajes de un complejo mecanismo cuya finalidad es el lucro y donde la relación entre ambos se minimiza (en tiempo disponible y en significado), poniendo el acento en reducir los costos. Resurgió así, cual si hubiera sido el descubrimiento de la piedra filosofal, en los Estados Unidos, con rápida expansión al resto del mundo, en una muestra más de penetración cultural, el “médico de familia” (general practitioner), entre nosotros “generalista”. Se trata de un médico, tal y como debería egresar de la Universidad, dedicado a la atención primaria que fue sacado de la galera de las gerenciadoras para adaptar la medicina al mandato de este tiempo: poner un freno al gasto en salud;

4. Aparición de directivas o guías de diagnóstico y tratamiento (que se tornaron en una suerte de mandato bíblico) basadas en megaestudios con miles de pacientes y estratagemas estadísticas como el metaanálisis (acaso “abusos de la estadística” parafraseando la idea borgeana de la democracia), cuya no observación convertía al médico casi en un representante viviente del paleolítico;

5. Proliferación de la industria del juicio de mala praxis.

Ante este nuevo escenario y a la hora del balance, parece lógico que la idea romántica de antaño e incluso las fantasías juveniles sean confrontadas con la realidad y puestas en crisis.

El resultado ha sido el cuestionamiento de muchos sobre si seguirá teniendo sentido, en este comienzo del siglo XXI pensar en practicar la Medicina Interna integrada, y más aun, si no se ha transformado en fraude moral estimular a los jóvenes a embarcarse en su práctica, si no son demasiados los costos y los riesgos y demasiado pocas las gratificaciones.

Sostengo la tesis de que nuestra situación actual es sin duda el resultado de los cambios antedichos pero también y de manera decisiva, de nuestra actitud prescindente, de nuestra pobre autovaloración, en suma de nuestra responsabilidad. Mantengo la convicción de que el siglo XXI necesitará cada vez más del clínico para que exista una medicina de mejor calidad y más humanizada. Vale la pena establecer algunos conceptos que nuestra generación tuvo que aprender autodidácticamente pero que es fundamental que enseñemos desde el vamos a nuestros estudiantes. Ellos son:

Los enfermos orgánicos y los enfermos funcionales no existen.

Este aserto intenta echar por la borda nuestra formación organicista y hacernos comprender de una vez que psiquis y soma son dos caras de una misma moneda y que no se puede afectar a una sin involucrar a la otra. No hay pacientes “que no tienen nada” (los que no tienen nada no visitan a un médico), y no debemos enviarlos al psiquiatra, porque “lo de ellos no es orgánico”. También son de nuestra competencia la depresión, la ansiedad y las distintas formas de desadaptación vivencial. Desentendernos de esta problemática no solamente significa abandonar un terreno que legítimamente nos corresponde, sino que se transforma en un instrumento de iatrogenia, que hace que el paciente, descreído y defraudado no acepte la derivación, y siga deambulando por los consultorios, buscando, aunque a veces ni siquiera lo sepa, a alguien que condescienda a escucharlo.

La anamnesis tradicional debe ser reemplazada por la entrevista médica.

Hemos aprendido a recoger signos y síntomas de nuestros pacientes, convirtiendo a estos en meros intermediarios entre la enfermedad y nosotros. Cuando alcanzamos un grado de destreza considerable y logramos hacerlo en menos tiempo y con un máximo de efectividad, nos dimos cuenta de que pasábamos por alto gran cantidad de situaciones porque no prestábamos atención a las historias de vida, donde reside la causa de los padecimientos de la mayoría de los pacientes que tantas veces, torpemente, encasillamos en la categoría de “no tiene nada”.

El examen físico sigue siendo importante e insustituible.

Muchos legos, y lo que es peor, muchos médicos han sido convencidos por la propaganda de la tecnología de que en poco tiempo más serán las máquinas y no los médicos, las que con algunos pocos datos brindarán los diagnósticos. Aunque así fuera (cosa por demás dudosa), el contacto personal entre médico y paciente y la exploración física criteriosa y precisa (sin caer en los agotadores exámenes de los semiólogos de antaño), seguirán siendo insustituibles porque tienen un efecto terapéutico en sí mismos y porque además tienen un rédito diagnóstico mucho más importante que el uso indiscriminado de la tecnología. “ Algunos pacientes se asombran ante un examen físico completo (no limitado a la articulación que duele o a la porción del abdomen que motivó la consulta), asombro que llega a la estupefacción cuando se les invita a ser examinados cuando sólo vinieron a pedir un certificado de salud. A pesar de este hecho, casi invariablemente elogian al médico que se tomó algún tiempo para revisarlos.

Las enfermedades raras son raras.

Se me perdonará la tautología pero intento enfatizar la idea de que debemos ir abandonando nuestra fascinación juvenil por los casos exóticos, fascinación que desarrollamos y alimentamos con tanta fruición durante los años de la residencia. La mayoría de los diagnósticos difíciles son manifestaciones inusuales de enfermedades comunes. Requieren más de materia gris que de exámenes complementarios costosos e invasivos. ¿Es un anacronismo proponer en estos tiempos la rejerarquización de la actividad intelectual?

La vorágine de la medicina actual impone la necesidad de atender un número creciente de pacientes para poder sobrevivir, quitándonos tiempo para la reflexión crítica sobre la problemática de nuestro enfermo. De todas maneras debe ser el clínico, un médico capacitado para hacer un uso óptimo del escaso tiempo disponible, dado que por su formación está entrenado en el planteo, verificación y refutación de hipótesis y en la utilización criteriosa de los recursos diagnósticos y terapéuticos, de modo de conseguir una relación adecuada entre costos y calidad de atención médica.

El medicamento no es el único tratamiento y a menudo, ni siquiera el más importante.

El desarrollo extraordinario de la investigación farmacológica y la maquinaria gigantesca de propaganda de la industria farmacéutica que ha llegado en algunos casos (bastante reñidos con la ética) a promocionar productos al público en general utilizando los medios de comunicación, antes de presentarlos al cuerpo médico, han hecho que la presión a los profesionales generara en estos una clara sobreutilización (con su lógica consecuencia en los costos) de medicamentos. Aconsejo para mayores detalles, la lectura del artículo de Alberto Agrest “Acoso a los médicos” (Medicina 1998; 58(6): 763).

Ya en la década del 50, Michael Balint en su conocido libro “El médico, el paciente y la enfermedad” señalaba que el propio médico constituye el primer tratamiento para su paciente y que debe ser dosificado en forma correcta, potenciando sus efectos terapéuticos y evitando sus efectos indeseables, cual si fuera una droga más. Hacer entender a un paciente que no necesita determinado medicamento, a pesar de lo que dicen los últimos trabajos o las revistas y diarios, requiere de más conocimiento y honestidad médica que recetárselo mecánicamente para demostrarle que se está al corriente de los más recientes “avances” o para acceder a su requerimiento, justificándose con el concepto, éticamente por demás cuestionable, de “si no se lo indico yo se lo va a indicar otro”.

Los subespecialistas son aliados para situaciones particulares.

Explorar por sí mismo a los pacientes en todos los niveles de complejidad, es algo que el clínico no puede ni debe delegar. La ayuda de un subespecialista debe ser solicitada en casos especiales y para situaciones en donde ciertas investigaciones más profundas son aconsejables. El notable pediatra argentino Florencio Escardó (que era además un escritor talentoso que se presentaba ante sus lectores bajo el pseudónimo “Piolín de Macramé”) definió al especialista como un médico que sabe cada vez más sobre cada vez menos, tanto que al final lo sabe casi todo sobre casi nada. El clínico no debe ser un simple derivador, pero tampoco debe cometer el pecado de omnipotencia. Debe consultar, debe solicitar opinión y consejo, pero casi nunca debe derivar desertando de su responsabilidad de ser él, el referente central para su paciente. La mayoría de los pacientes ya han comprendido, a diferencia de lo que ocurría hace algunos años, que necesitan un médico que los conozca en su totalidad y así lo solicitan.

El mejor tratamiento es el que el paciente puede cumplir.

El mayor de los avances terapéuticos carece totalmente de utilidad si el paciente, por falta de convicción, de recursos económicos o por cuestiones culturales no puede acceder a él. La elección terapéutica debe contemplar este hecho e inclinarse por el tratamiento posible más que por el ideal. ¿Significa esto cuestionar el papel rector de la evidencia científica? Definitivamente sí. Primero, porque la verdad científica es siempre provisional, sujeta a verificación y por ende falible. En segundo lugar, porque la inflexibilidad no es propia de individuos inteligentes. La lectura crítica de la literatura médica es, más que nunca, una obligación en nuestros días, ya que las conclusiones que la misma presenta suelen estar sesgadas e influidas por intereses extramédicos no del todo transparentes.

La opinión científica independiente es a menudo difícil de reconocer, aun en las publicaciones más prestigiosas del mundo y en el nivel más elevado de la investigación. Es imprescindible aprender a interpretar correctamente los hallazgos que se nos presentan.

Discutir las decisiones con el paciente ¿por qué no?

Esta idea nos produjo bastante espanto durante un buen número de años de nuestra práctica. Aceptar que es el paciente el dueño y el responsable de su vida y por ende de su enfermedad es fundamental a la hora de decidir intervenciones diagnósticas y terapéuticas. “Si no hace lo que yo le digo búsquese otro médico” fue una sentencia que exhibieron los médicos con arrogancia durante mucho tiempo. Es necesario cambiar si queremos acercarnos a la realidad de nuestros pacientes y no ser para ellos un instrumento de iatrogenia.

Sin ninguna duda, esta modificación conceptual producirá una profunda estocada a nuestra omnipotencia, pero la realidad es que tratamos con individuos adultos, habitualmente en uso pleno de sus facultades físicas e intelectuales, y que solamente nos asiste el derecho de aconsejar en virtud de nuestro conocimiento, lo que creemos que es lo mejor para ellos. El paciente podrá aceptarlo y cumplirlo o no, por diversas razones. Pero no lo dejaremos de atender, aunque siga fumando, no use cinturón de seguridad o no se avenga a bajar de peso.

La medicina no es un apostolado.

Decía el Dr. Luis Güemes en su tesis sobre Medicina moral de 1879: “La medicina es una ciencia difícil, un arte delicado, un humilde oficio, una noble misión”. De las cuatro proposiciones presentadas, en especial las dos últimas requieren un análisis especial. El “humilde oficio” y la “noble misión” tienen como estructura literaria una particular belleza y poder de seducción. El solo hecho de anteponer los adjetivos (nótese la diferencia con la “ciencia difícil” y el “arte delicado”) les confiere un acercamiento a la poesía romántica. Sin embargo, afirmo que conceptos como estos, que marcaron nuestra visión sobre lo que es la medicina, tuvieron para nosotros consecuencias negativas.

El “humilde oficio” pretendió imponernos una actitud de servicio casi monacal, nos convenció de que teníamos todos los deberes para con los pacientes y que ellos tenían todos los derechos, cuando en realidad existen derechos y deberes de los médicos y de los pacientes. Llegamos incluso a avergonzarnos de hablar de nuestros honorarios en forma directa con el paciente, delegando esa incómoda función en terceras personas (secretarias, empleadas administrativas), y quizás por ello no supimos defenderlos frente a estructuras como Obras Sociales o gerenciadoras de salud.

La “noble misión” reforzó la idea mística de muchos pacientes y de muchos médicos que nos identificó con el sacerdote o con el apóstol. Hemos oído y leído hasta el cansancio que “la medicina es un apostolado”; incluso, no nos engañemos, lo hemos dicho más de una vez. El apóstol, por definición enviado o emisario, no es otra cosa que un representante de Dios.

Aceptemos de una vez por todas que somos seres humanos, que no tenemos absolutamente todas las respuestas, que no debemos ni podemos hacernos cargo de absolutamente todas las demandas. Rechacemos (con delicadeza, pero rechacemos) compromisos tales como “Estoy en sus manos” o “Usted es mi salvador”, que ocultan en quien los propone, la intención de depositar en nosotros, mucho más que la salud. Esta connotación mística, podrá sonar agradable a nuestro narcisismo, pero debemos saber que admitiéndola, nos extralimitamos en las expectativas que contribuimos a generar y que esto, más tarde o más temprano, se volverá una carga intolerable para nosotros y una fuente de iatrogenia para nuestro paciente.

La medicina no es ni más ni menos que una profesión. Nuestra función es ayudar con nuestros conocimientos y con nuestra contención, pero dentro de un encuadre específico. Debe quedar claro tal encuadre desde el comienzo mismo de la relación, tanto para el médico como para el paciente y ambos deberán comprender que es justo y lícito que el médico pretenda, como profesional que es, una adecuada retribución económica por su trabajo.

 

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