Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

El médico como unidad bio-psico-social

Alcides A. Greca

El código genético de eso a lo que sin pensar mucho,

nos contentamos con llamar naturaleza humana, no se agota en

la hélice orgánica del ácido desoxirribonucleico, o adn, tenemos mucho más que decirle

y tiene mucho más que contarnos, pero ésa, hablando en forma figurada,

es la espiral complementaria que todavía no conseguimos hacer salir del parvulario,

pese a la multitud de psicólogos y analistas de las más diversas escuelas y calibres

que se han dejado las uñas intentando abrir sus cerrojos.

José Saramago

Ensayo sobre la lucidez

Un anciano pediatra contaba a un grupo de atentos contertulios un consejo que había sabido dar alguna vez a sus discípulos. Y lo hacía con esa sonrisa pícara de quien revela un secreto que no ha de encontrarse en los libros: “Nunca se dispongan a examinar a un niño en una habitación en la que haya un perro, porque entre el llanto del niño y el ataque del perro no mediará más que una fracción de segundo”.

Una dama que escuchaba reaccionó risueña y de inmediato replicó en tono suave aunque sin duda enérgico: “Pero eso es pensar en el médico, no en el niño”. El delicado timbre de voz y la expresión serena no pudieron, no supieron o no quisieron ocultar su desaprobación. Acaso no pensó que un médico defendiéndose de cualquier manera de una mordedura canina, no está en las mejores condiciones físicas, intelectuales y emocionales para ocuparse del sufrimiento de un infante lloroso.

Abundan las anécdotas de este tenor. Todos hemos oído alguna vez, no sin asombro, la curiosa reflexión de algún paciente al ser informado de una circunstancial dolencia de su médico “Pero cómo, ¿los médicos también enferman?” No solamente puede atribuirse esto a la idealización que genera en los enfermos la figura del médico (acaso resabio de la del brujo de la tribu) seguramente originada en la transferencia de una imagen parental que se necesita ver protectora, fuerte y ajena a los embates destructivos y a veces demoledores de la enfermedad. También nosotros, los médicos, solemos alimentar estas fantasías en nuestros pacientes. Tal vez necesitados de creernos alejados de la muerte con la que a diario nos vemos las caras, nos place describirnos como apóstoles, como abnegados bienhechores de la humanidad, como desinteresados filántropos que estamos más allá de las miserias humanas.

Estos alardes narcisistas suelen engordarnos el ego, cuando algún agradecido enfermo recientemente recuperado nos dice que nos debe la vida, pero nos cobran el más alto precio (nuestra salud o nuestra propia vida) cuando caemos en la cuenta de que no podemos responder ni remotamente a tan extremas demandas. Nos resulta imposible acercarnos al ideal, precisamente porque por nuestra esencia melancólica nos cuesta aceptar que el ideal es precisamente eso, una idea, y que es una lisa y llana utopía pretender hacerlo entrar en los acotados carriles de la realidad. En esta lucha desigual, condenados irremisiblemente a la derrota vamos dejando jirones de nosotros mismos y es así que la estadística nos muestra que nuestro promedio de vida está varios años por debajo de la población general y que la prevalencia de alcoholismo y otras adicciones, el consumo de psicofármacos y la tasa de suicidio entre los médicos supera cómodamente la media de nuestros semejantes.

Mucho se les insiste a los alumnos en que los enfermos no son simplemente enfermedades, sino seres humanos integrales que sienten, que sufren, que desean, que son la resultante de su historia biográfica, de su realidad sociocultural, de su situación económica, en suma de todo su entorno medioambiental. Este concepto se resume en la tan conocida expresión “bio-psico-social” con la que se hace alusión a la unidad indivisible que caracteriza a los enfermos. Con frecuencia se corrige enfáticamente a estudiantes o a médicos en las primeras etapas de su formación cuando, en una suerte de neoplatonismo, se refieren a “la endocarditis de la cama 20” o al “chico de la leucemia”. No es una endocarditis o una leucemia. Es un ser humano enfermo, se les recuerda, y como tal debe ser tratado.

Sin embargo, durante largos años y generación tras generación, se ha inculcado a los jóvenes médicos, que ellos debían renunciar a sí mismos en su contacto con los pacientes. Nada podía interponerse entre el enfermo y su intelecto lúcido siempre listo para dar respuestas. No les era permitido estar cansados, estar hastiados, sentir bronca, sentir antipatía por un enfermo, en una palabra, hacer conscientes emociones contratransferenciales que inevitablemente se producen en toda relación entre médico y paciente. El análisis racional de esta contratransferencia se torna un elemento indispensable para que tales emociones no se conviertan en una causa de iatrogenia.

Resulta sorprendente advertir que lo bio-psico-social no haya sido tenido en cuenta en lo que se refiere al médico durante décadas de enseñanza en las escuelas de medicina en las que se censuró sin atenuantes a aquél que osaba expresar alguna de estas vivencias negativas. Así fue que por acción u omisión fuimos transmitiendo todo esto a los pacientes, lo cual explica sencillamente la réplica nada condescendiente de la señora al pediatra que intentaba enseñar a los jóvenes a proteger su salud ante una previsible furia canina.

El paciente es un ser humano y el médico también lo es. Mientras éste no se asuma como tal y pretenda tener actitudes de héroe, de santo o de sabio, insostenibles e inconvenientes, no solamente se dañará a sí mismo y lo pagará con sus coronarias sino que tampoco podrá ser de ayuda a sus pacientes, porque resulta evidente para cualquiera que mientras alguien se encuentre en pleno vuelo, a menos que se trate de un terrorista suicida, rogará por la salud del piloto, aunque más no sea, hasta llegar a destino.


 

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